martes, 16 de junio de 2020



Campo Avinguda Catalunya, año 1965.

Ha regresado el futbol a los campos españoles. Es un futbol frío, distante, desangelado; estoy convencido que con afición en las gradas algunos resultados hubiesen cambiado de signo. Un futbol al vacío, igual que cuando vas a la charcutería y pides que el jamón de bellota lo envasen para conservarlo y consumirlo desmanas después.

Un futbol a través del plasma y con cánticos enlatados, con las localidades huérfanas de afición es otro futbol. Y pienso que la precaución retardará la presencia de aficionados animando a los equipos. Nadie pone en duda que el deporte de élite es un negocio antes que un espectáculo  y había que salvar 600 o 700 millones de euros que de no jugarse hubiesen ido al limbo.

Yo siempre he asociado el futbol a los años de mi niñez cuando era una mezcla de sensaciones y olores. En la grada de la Avinguda Catalunya asociabas los aromas inconfundibles del césped recién cortado, del linimento con que los futbolistas embadurnaban sus piernas, del humo de los cigarros habanos que fumaban los señores mayores, del chicle Cheiw que guardaba para los domingos (a mí el Bazoka no me gustaba) y con el que me entretenía haciendo pompas.

El futbol se convirtió en una religión, una liturgia que practicábamos con devoción cada quince días y que resultaba más divertida que las obligatorias misas dominicales en latín. Hoy las sensaciones se han diluido, la magnitud de los estadios impiden oler la hierba, los futbolistas no usan linimento, el tabaco tiene mala fama y he dejado de masticar chicle, pero la catarsis de  transformar los noventa minutos en una pasión loca perdura, pero no a puerta cerrada.

Como escribía hace una semana nos aguarda una larga travesía, cuatro meses, para que el balón vuelva a rodar en el Nou Estadi. Y toquemos madera para que la pandemia no haya producido un efecto de deshabito en los fieles aficionados.
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