domingo, 22 de noviembre de 2020

 


Para que vean que hablo con conocimiento de causa, soy el niño del jersey a rayas sacando en número para el sorteo del balón, año 1959 en l'Avinguda Catalunya. Futbol vintage.

Este titular en el año de la pandemia ha quedado trasnochado; hubo un tiempo antes de estrenar la década de los ochenta en que todo el futbol se circunscribía unos pocos partidos al mediodía dominical y la gran mayoría a la tarde dominguera con la excepción  del partido de la jornada que ofrecía TVE y se jugaba al anochecer. Después con la llegada de la modernidad  y al convertir el futbol en un rentable negocio globalizado la oferta pasó a ser como la de  Tele Pizza: la hay de todo tipo y a todas horas.

Hoy la obligada parada del Nàstic en boxes para dar equilibrio al calendario nos sirve para que buceemos en el océano del pasado. Para quienes profesamos un acto de fe en la religión del futbol el domingo, antes, era el día catártico, la fecha en la que santificábamos el amor hacia nuestro club asistiendo a la obligada ceremonia futbolística cada quince días en el estadio. Aquellos domingos de mi niñez comportaban tres obligaciones:  misa, tortell y futbol. Con unos elementos alrededor del partido que hoy los más jóvenes lo asociaran con la era jurásica del balompié. 

Sí, el futbol de antes era muy distinto al actual; era más natural, más romántico, más auténtico, más sentido, más sincero. Desde la grada en la Avinguda Catalunya podías percibir el olor al linimento que embreaba las piernas de los futbolistas,  el aroma de los cigarros que dibujaba una densa niebla en las tardes opacas de invierno, el gusto de menta de los chicles que mascaban loas más pequeños y la fragancia a café de doble marro que llegaba desde la cafetera del cercano bar. 

Eran los tiempo de aficionados incivilizados (entre en neandertal y el energúmeno), de los exabruptos, los improperios y las groserías que desde las gradas se lanzaban como rayos y relámpagos y que impactaban en el pararrayos del árbitro. Años en que los goles se memorizaban en el disco duro de nuestro cerebro, en el equipo los jugadores no tenían cromos pero sin embargo les idealizábamos; heroes sin capa pero con la camiseta de nuestro equipo. Futbolistas capaces de alimentar sueños en campos de Tercera en una España gris (como su policía) y negra (como su futuro). 

El transistor se convirtió en el fiel notario del encuentro, el cordón umbilical que unía al aficionado con el partido que se disputaba lejos de casa. Aquel futbol desprendía utopía, fabricaba ilusiones pero sobre todo abría puertas a la imaginación. Una tarde de domingo sin futbol se hacía larga...como un día sin pan,

Ahora la vida como el fútbol es un clic, es instantánea: un comentario en Facebook, una crítica en un tuit, una reflexión en el grupo de WhatsApp o un selfi en Instagram para saber que estás en el campo, que has captado el gol y que el culpable ha sido el central. Todo en menos de veinte segundos. Pero aún con todas las redes sociales a tu disposición...una tarde de domingo sin futbol se hace tan insoportable como la cola en el CAP en tiempos de COVID19.

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1 comentarios :

Como bien dices aquel olor a linimento era parte del ritual del partido acompañando de la mano (yo pequeño) junto a uno de mis hermanos( Justo)....que recuerdos.....inolvidables

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