sábado, 21 de marzo de 2020

(Fragmento de la introducción de mi libro 'Gimnàstic la historia continúa' (Editorial El Medol, año 2000) un sincero homenaje a todas las personas que compartieron grada con aquel niño que era en la década de los años sesenta en la Avinguda Catalunya; traducida al castellano)


La preferente en l'Avinguda Catalunya, al fondo de la izquierda fue mi reducto durante diez temporadas.

Desde la temporada 1962/63, cada domingo en compañía de mi padre, Enric y su amigo Josep íbamos a l'Avinguda Catalunya a ver los partidos del Nàstic. Con siete años ya se despertó mi pasión por el Nàstic. Hoy quiero recordar a aquella infantería granate tan sufrida, ejemplar, admirable y fiel que cada tarde de domingo, de pie, desde la preferente se disponía a animar sin descanso a su equipo.

Aquel yesero de salidas ingeniosas que arrancaba las risas del entorno; el estibador rojizo de cara y fornido que se enardecía recordando al padre, la madre y el primo del árbitro; el empleado de gestoria que siempre conocía la últim hora del Nàstic, cuanto cobraban de ficha y donde pasaban las noches; la pareja de novios que apoyados en la pared se acaramelaban perdiendo la noción del partido; y un empleado de la Caixa, con chaqueta de ante, de voz ronca que no paraba de gritar.

Un exjugador, bajito y con bigote a lo Clark Gable,  crítico con el juego del equipo y con una frase lapidaria: lo de antes si era futbol; el individuo alto y taciturno que todo lo encontraba cagado y meado; el amigo del jugador de la cantera que siempre lo defendía de las críticas del entorno; un militar, vestido de paisano, con su esposa que solia coquetear con el personal; y los soldados de uniforme que entraban sin pagar.

El padre de un jugador del Amateur que cada domingo nos explicava que estuvieron  punto de convocar a su hijo para el primer equipo; o el hombre desaliñado y barriga cervecera que después del partido, decía, iba de fulanas a Cala Carola; las muchachitas, peluqueras, dependientas de tiendas de ropa o trabajadoras de las fábricas Loste o Seidensticker que soñaban con conquistar algun futbolista de fuera, soltero y bien plantado que las quitara de trabajar y que luego irían a la boîte Lauria o Las Palmeras para consumir las últimas horas del domingo.

El comerciante que fanfarroneaba que era a punto de entrar en la directiva, junto al exdirectivo que rememoraba los tiempos felices de la Primera División; había también el que comenzaba todas las temporadas pero nunca lograba terminarlas; el funcionario madrileño que se embelesó con el Nàstic y le fue más fiel que a su mujer a la que dejó por una alemana de Berlin. El constructor que quemaba unos enormes habanos de fina ceniza y aroma inconfundible y a su lado un fontanero que se conformaba con fumar una faria. El mecánico de cabello rubio y nariz aguileña que siempre buscaba la boca a los espectadores visitantes que no eran muchos.

El albañil que escondia en el bolsillo de su americana una petaca de Fundador que iba vaciando al compás de los goles. Un empleado de banca vestido de manera impoluta que veia el partido sin demasiado entusiasmo; el trabajador de telefónica, descamisado y de pelo lacio, que se pasaba el encuentro bajando y subiendo peldaños de la grada; una joven que acompañaba a su padre y se ruborizaba con el vocabulario de algunos aficionados; un señor de pelo canoso con el transistor pegado al oído y que iba informando del movimiento de los marcadores y la quiniela.

Y un señor con gafas de pasta de alta graduación que siempre pretendía intervenir en las conversaciones y siempre le mandaban callar y que a mi me daba pena; el pintor que tenia la mania de utilizar terminologia inglesa: aut, linesman, faut, offside...; el ferroviario con boina que silbaba con la potencia de una locomotora, un ciego acompañado de su hijo que le iba explicando el desarrollo del juego y este vendía números para el sorteo del balón; la chica rubia de ojos azules novia de un cante de rock local que hacía burbujas con un xicle Bazoka; un cerrajero que decían había estado en la carcel por rojo que estaba todo el tiempo mudo, tal vez por si acaso.

Un matrimonio sin hijos que la señora siempre solia decir lo que había cocinado para comer y a su marido se le iban los ojos con las minifaldas -pocas- que había en la zona; el señor que tenía un tic que le hacía girar la cabeza como si fuera a rematar un corner; otra señora muy enjoyada, siempre del brazo de su esposo que de repente dejó de venir al quedarse viuda; dos hombres, creo que aragoneses, directivos de un fábrica que no solían relacionarse con el resto; un mecánico alto y enjuto que cada temporada ponía el dedo en un ojo y no cesaba de gritarle: paquete, eres un paquete.

Dos jóvenes estudiantes progres que no podían disimular su adicción por el Nàstic; y el urbano de paisano y el mosén que sacaba de la bocamanga una estampa de Sant Magí; el empleado de Tabacalera pesado como el plomo; el abuelo que liaba el cigarrillo con mucho esmero (como hoy se hace con los porros); una joven pareja que ella se puso de parto en el descanso de un partido; el transportista que con mucha maña, las tardes soleadas, se hacia un sombrero de papel con las páginas del Mundo Deportivo; un filipino que desde su llegada a la ciudad no se perdía ningun partido; el profesor de La Salle que al dia siguiente hacia la crónica del encuentro en la clase; un funcionario de hacienda, despistado, que antes de iniciarse el partido siempre decía: contra quien jugamos hoy?.

O un matrimonio mayor que se encontraba en el campo con sus hijos y hacían una tertulia familiar; o la niña de trenzas y calcetines blancos de la que me enamoré platónicamente; un joven vendedor del mercadillo con un collar de oro que siempre solia bajar hasta la barandilla para insultar a alguien; un hombre parapléjico que tenia una boca como un infierno; o otro al que le faltaban los antebrazos y cuando marcaba el Nàstic decía: aplaudid por mi; el médico que se escapaba de las guardias para ver el partido.

Esta fue la gran fauna grana que colaboró en inocularme la gran pasión. A todos ellos: muchas gracias.
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